¿Qué es lo que decide si alguien es de un lugar? ¿Eres de un lugar porque naciste allí o porque allí has vivido la mayor parte de tu vida? ¿Puedes ser de un lugar sin haber nacido allí?
En mi niñez, en los años noventa en Los Ángeles, mis vecinos contestaban todas estas preguntas de manera afirmativa. No importaba si eras de México, Nicaragua, Cuba o Colombia; de Armenia, Filipinas, China, Corea o Japón. Si te habías mudado al barrio hacía décadas, habías trabajado en las mismas fábricas y en los mismos campos, y si tus niños iban a las mismas escuelas y a las mismas iglesias o templos religiosos que sus niños, entonces tú eras de allí. Por eso no me sorprende ver a mi ciudad natal alzar la voz contra las políticas migratorias del presidente Donald Trump. Las últimas semanas el mundo ha visto a la gente de Los Ángeles protestar no solo contra las políticas de deportación; también defender a sus vecinos y vecinas.
Trump y los que apoyan sus políticas critican esas protestas y apuntan a la quema de vehículos y a las pintadas de quienes se manifiestan. Pero la gran cantidad de esas manifestaciones -como bien ha podido ver cualquier persona que no sintonice solo Fox News- han sido pacíficas.
Los angelinos no cayeron en la trampa de Trump, que ordenó el despliegue de 2.000 miembros de la Guardia Nacional a California aunque ni las autoridades estatales ni las de Los Ángeles se lo habían pedido. Cuando las autoridades locales ordenaron un toque de queda, la gran mayoría siguió esas órdenes. Y en vez de fotos y videos de caos en las calles de Los Ángeles, el presidente se topó con imágenes de una protesta muy al estilo de esa ciudad. Es decir, una demostración multicultural con manifestantes portando sombreros de charro y cargando pancartas de los colores de la bandera LGBTQ. Se han visto manifestantes que celebran al son de mariachis y bandas regionales tocando La Chona. Los mensajes de las pancartas dejan claro en inglés que quieren “peaceful protest” y a la vez que no hay “faux-king way” de aceptar las políticas de deportación del presidente. Y al tiempo, los manifestantes portan banderas de México, El Salvador y Guatemala con pancartas que, en español, recalcan que “el pueblo unido jamás será vencido”.
La solidaridad no es solo para con los latinos. La comunidad afroamericana también se ha unido a la causa, desde la rapera Doechii diciendo, al aceptar un premio en la ciudad a la mejor artista de hip hop, que es su responsabilidad alzar la voz por la gente oprimida, a la propia alcaldesa, Karen Bass, que ha afirmado y reafirmado su apoyo a las manifestaciones. La comunidad asiática también se ha alineado con la comunidad indocumentada, pese a que el museo de historia japonesa fue vandalizado en las manifestaciones; fueron los propios voluntarios que limpiaron las pintadas quienes salieron en apoyo de los manifestantes.
Y es que este es El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles, donde se canta El Rey, de Vicente Fernandez, en el mismo estadio de beisbol en el que Fernando Valenzuela hizo suspirar a una comunidad que ahora sueña con el bate del japonés Shohei Ohtani. En donde los merenderos ambulantes no solo venden hot dogs y hamburguesas, sino también tacos, raspados y elotes. En Los Ángeles, la diversidad se celebra.
Lograr esta diversidad, sin embargo, ha costado. La ciudad no siempre fue así. Me pregunto qué pensarán mis compañeros de primaria, que eran mayormente de origen latino y mexicano, pero también convivíamos inmigrantes o hijos de inmigrantes de Ucrania, Rusia, Vietnam, Laos, Tailandia o Cambodia.
En los noventa, la Propuesta 187, que buscaba prohibir los servicios públicos a los inmigrantes indocumentados, dominaba los titulares de California. La Propuesta 187 cambió todo. Una corte federal calificó la ley como inconstitucional, pero no antes de que los californianos se dieran cuenta que era casi imposible distinguir entre los latinos que habían nacido en Estados Unidos y los indocumentados que recién habían llegado.
Nadie quería quitarle los servicios públicos a sus vecinos ni el acceso a una educación pública a sus niños. Y aún menos querían que las redadas de las autoridades migratorias entraran a sus barrios o a los trabajos para sacar a la fuerza a sus amigos y compañeros.
La comunidad latina y sus aliados se volcaron en contra de los republicanos e impulsaron una mayoría demócrata al poder estatal. Esa nueva mayoría impulsó también leyes que permitían a los jóvenes indocumentados beneficiarse de tarifas reducidas en la matrícula de las universidades públicas, con la idea que si esos niños habían crecido en California, entonces de alguna manera –aunque no fuera oficial o legal– eran californianos. Esa misma mayoría convirtió a California en un estado santuario para los inmigrantes –lo mismo que ha hecho la ciudad de Los Ángeles. Ese Estado, esa ciudad, ya tuvieron el debate al que ahora se enfrenta el resto del país.
Si el presidente quiere aplicar de manera estricta las leyes migratorias del país, tendrá que hacer sacrificios. Muchos residentes que nadie sospecha que sean indocumentados, serán deportados. Y entonces llegará, como ya hemos visto en ciudades conservadores, la sorpresa y el arrepentimiento.
Los empresarios agrícolas y los hoteleros también sufrirán, al perder gran cantidad de sus trabajadores, cosa que ya le han empezado a advertir a Trump, que, a su vez, ha asumido que vendrán cambios.
Por lo visto, algunas otras grandes ciudades del país –de Dallas a Nueva York donde también se presenciaron manifestaciones- también han llegado a la misma conclusión que Los Ángeles.
El presidente y sus votantes tienen razón: todo país tiene fronteras y leyes migratorias que aplicar. La cuestión es cómo hacerlo y si el presidente lo está haciendo de manera legal.
En Los Ángeles, la población le ha dicho de manera contundente “no” a la deportación de sus vecinos y ha inspirado una oposición a escala nacional.
Queda por ver la respuesta del resto de la nación.