Hay un misterio o dos que comienzan con un post en redes. Ahí sale el hombre, tiene el torso vestido, dice que hay un secreto para descubrir en su primer libro de poemas. El público fiel pregunta en los comentarios si lo pueden comprar ya, si desde Colombia se consigue y alguien aventura una hipótesis sobre la incógnita que planteó el autor. No hay respuestas. Ni a una cosa ni a las otras. Giros. Llega otro anuncio críptico unos días después. Es un reel con piano de fondo, se ve la imagen de tapa, animada, que es una foto de John Cassavetes en un sillón y va apareciendo de apoco una fecha: lunes 11 de agosto. Las nuevas cuestiones son dónde, cuándo. Puntos suspensivos.
Ah, la mística. En la puerta de la librería Naesqui, en el barrio porteño de Villa Urquiza, a las seis de la tarde en punto del día señalado, un grupito pequeño de fans está haciendo guardia. Lograron saber que Fito Páez presenta ahí, a esa hora en ese lugar, para un público selecto de prensa, familia y amistades, El hombre del torso desnudo. “Cuando llegue pedile que cante”, le dice un joven veterano a una older millennial, que rezonga “¿por qué yo?” y recibe la respuesta vintage más evidente: “Porque sos mujer”.
Adentro, en la planta baja, varios empleados corren de un lado a otro preparando todo. “Fito es alérgico a las flores”, anuncia uno y otros van a sacar los floreros coloridos que hay en cada rincón. “¿Y si Fito quiere dibujar?”, “Hay lápices”. Y así avanza la cosa.
¿Y la estrella?
Ya es la hora de la cita. Están, puntuales, Adriana Fernández, directora en Argentina Planeta, que publica el libro; el periodista Marcelo Panozzo, en rol de editor; Ignacio Iraola, anfitrión de la librería; y cronistas varios, de múltiples medios gráficos. El que no llega es la estrella. No es un secreto que va a llegar tarde. “Estaría tipo seis y media”, dicen.
Son siete menos veinte cuando “dan sala” en el primer piso. El lugar tiene una ventana por la que se puede ver irse la tarde de a poco. Están dispuestas prolijamente 40 sillas y la mesa con el micrófono y vasitos de agua de rigor. Hay prendida una estufa, se llena rápido de gente, la temperatura ambiente pasa de acogedora a elevada. Suena Fito Paéz por un parlante. Es un disco, él todavía no llega.
Está Alejandro Dolina, gran valor. También el escritor Martín Kohan, las luminarias radiales María O’Donnell y Reynaldo Sietecase, el multifacético Cristian Alarcón, la psicoanalista Alexandra Kohan y amplio etcétera que incluye directores de suplementos culturales y revistas, periodistas especializados en música, otros “de la tele”.
Alguien canta en chiste, pero en serio, “chofer, chofer, apúrese el motor, que en esta cafetera nos morimos de calor”. No hay risas. La noche ya está plantada. La espera se estira un poco más. Son las siete. Son y cuarto. Como nada es para siempre, finalmente llega Fito Páez.
“Aloooó”, dice Páez cuando entra, como si no se hubiera hecho esperar una hora y monedas. Se arranca la campera verde militar, se asombra por las presencias, se reverencia ante Dolina —“maestro, que lindo tenerte acá, mi amor”—, sonríe a tal, le tira un beso a cual.

En la cola que deja la estrella al pasar va chispeando Martín Rodríguez, que viene en calidad de poeta-asesor, amigo y autor del postfacio que cierra el libro. Se acomodan, ambos, en la mesita.
Pero todavía no empieza la cosa. Hay un murmullo general en la platea, que ya excede las sillas y puebla el lugar. Se acomoda en la primera fila la familia y amistades que llegaron con el músico, ahora autor, mejor dicho poeta. Él se desparrama como un adolescente sesentañero, pincha a su secuaz, que ya está preparado para decir sus palabras.
Durante la espera hubo tiempo para leer, salpicado, casi todo el libro. Se divide en tres partes: “El hombre del torso desnudo”, con 24 poemas; “Gauchesca”, con dos; y “Canciones”, que son seis. Muchos están dedicados. A Fabiana Cantilo; a Romina Ricci; a la hija que tienen, Margarita; a Cecilia Roth y parte de su familia; a Sofia Gala Castiglione. Y más. En esos epígrafes se arma, involuntario y a propósito, un mapa de vínculos personales, además de los estéticos.
Música y poesía
En las canciones de Páez hay poesía. Escribió, jovencísimo, “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, casi un himno a lo Walt Whitman. Y construyó su carrera a pulso de muchas otras iluminaciones, como “El amor después del amor”, por sacar apenas una de las magias de su galera siempre efectiva. El hombre del torso desnudo tiene poemas que podrían parecer canciones. Por ejemplo cuando termina Una música de estrellas lejanas así, tan fitopaezmente: “Un rumor./ Un balbuceo./ Una máscara, un rumor”.

Es un lector y se nota. O lo deja ver. O ambas cosas. Está esa información como texto subyacente en las letras de sus discos y ahora también en su libro.
Hay juegos, como en Jack Torrance’s toc, que es el protagonista de El resplandor, de Stephen King, en donde Páez forma y deforma la frase “todo a su debido tiempo”. También es posible hacer una especie de guía de algunos de sus consumos culturales. Música en libertad está dedicado al gran poeta entrerriano Juan L. Ortiz y Pickpocket es para el escritor y director de cine César González.
Páez dirá, en un rato cuando hable, que “lo poético también es una madre dando la teta”. ¿Quién dice que todo está perdido? Anyway, como también repetirá a cada rato, una muletilla del habla, un gesto del rock. Otros poemas tienen mirada política. Muchos profesan algo argentino, incluido el juego de contratapa, que arma el mapa con versos.
Son las siete y veinte cuando empieza formalmente la cosa. Es el turno de Martín Rodríguez, que cuenta el proceso de trabajo con el músico, avisa al paso que habrá pronto “algo importante” en género ensayo. Dice que él no está ahí, ni en el texto final del libro, para ayudar al poeta. No le hace falta. Es Fito Páez. Ahora habla el autor, “vengo a dar la cara”, bromea.

Se pone más serio cuando se refiere a su libro. “El motor del álbum”, arranca, se corrige a “del disco”, recalcula, apunta y acierta con “del libro”, se ríe, concluye: “Es lo mismo, al final”. Dice que no tenía planeado nada de lo que está diciendo, pero dice. Reflexiona sobre el arte y sus procesos. Habla de la actualidad. Se va por las ramas sin perder el hilo. Pasa a la acción. Entonces llega el momento que sí planeo.
Fito Páez se para y anuncia: “Vamos a hacer música”. Necesita que participen 32 personas, avisa. Reparte libros y cuando se acaban se queja, “se puede lo que se puede”, sigue con paginitas fotocopiadas. “Esto ya no se trata de poesía y va a ser hermoso”, avisa sonriente y le pone el título exacto: “Es una lectura dodecafónica”.
Todas las voces leen y se arma un murmullo de palabras, que se van acabando y el sonido se va especificando hasta que son tres, dos voces y al final una, la de Ricci, que se quiebra un poco, emocionada y retoma hasta el verso final: “El amor es la exacta dimensión donde quiero vivir”. Aplausos.
Sigue un rato la tertulia. Páez ahora lee el poema “Familia gaucha”. Avisa que será en un “tono que varios conocen de entrecasa”, hay risas cómplices y entonces interpreta sus versos con acento campero. Hay risas. Termina. Más aplausos. “Esto fue todo”, dice Páez. Un poco de aplausos más. Son las ocho y monedas. Igual, la velada no termina todavía. Tiene un tercer tiempo.

La planta baja espera a invitados selectos con una selección de quesitos y vino para el brindis. Se van armando grupos amigables de charla. Falta Fito Páez, de nuevo, como al inicio en un cierre redondo. Afuera, en la esquina, frente a la librería, el grupo de fans sigue clavado ahí. Hay también una cuchillada del amor: un señor de seguridad con gesto adusto. No hay nada que controlar, son pocos y amables. Uno tiene un bandoneón, lo que es tener fe. Se quedan esperando.