Trump contra la verdad: el plan para silenciar a todos

Trump contra la verdad: el plan para silenciar a todos

La guerra más global y amenazante de la actualidad no es la guerra en Ucrania, ni la guerra comercial de Estados Unidos contra el mundo, ni la nueva guerra fría entre Estados Unidos y China. No. Es la infoguerra, o mejor: el conjunto de guerras por el control de la información alrededor del mundo. Es una guerra por el dominio de las “narrativas” o conversaciones sociales.

Es muy amplia y tiene muchos frentes, pues se libra en la arena de la opinión pública de múltiples países, algunos con regímenes muy distintos entre sí. Pero en todos sobresalen tres rasgos. Primero: es una guerra contra la verdad. Segundo: busca imponer el relato hegemónico —político, económico, religioso, moral e ideológico— del grupo que controla el poder. Y tercero: sus mayores víctimas son la democracia y la libertad, dos cosas que a veces van juntas sin que sean la misma cosa. Es un precio que pagamos todos.

El frente más grande e importante de esa guerra hoy está en Estados Unidos y tiene a Donald Trump como su mariscal de campo. Es el más importante porque la democracia de Estados Unidos, considerada la más antigua del mundo moderno, se construyó sobre la base de la libertad de expresión y la libertad de prensa. Y es por eso que urge ofrecer una respuesta que ayude a preservarla.

En 1791, James Madison y Thomas Jefferson redactaron la Primera Enmienda a la Constitución para establecer la libertad de expresión y conciencia como un derecho natural e inalienable. Los padres fundadores de aquella recién nacida democracia promovían el debate abierto como forma de llegar a la verdad, y creían que la prensa era la mejor herramienta para la rendición de cuentas de los representantes ante el pueblo. Madison, autor principal de la Carta de Derechos, veía en la libertad de prensa el bastión principal contra el abuso de poder estatal. Benjamin Franklin fue tajante: “Quien busque destruir la libertad de una nación debe comenzar por suprimir la libertad de expresión”.

Ellos lo tuvieron claro hace más de 230 años. Hoy Trump quiere acabar con esa tradición que ha sido un pilar democrático y un cortafuegos contra la tiranía. Sus acciones en estos seis meses han tenido como blanco a los medios, las universidades, los bufetes de abogados y el propio gobierno.

Sin ser exhaustivos, es vital repasar algunos hitos para tener una mejor medida de su efecto acumulado y posibles consecuencias.

Trump empezó su segundo mandato con un decreto que, irónicamente, pretendía restaurar la libertad de expresión en las redes sociales, supuestamente coartada por presiones del gobierno de su predecesor, Joe Biden. El propósito declarado de este decreto era desregular la circulación de información en las redes al grado de eximir a compañías como Meta, X o TikTok de moderar y verificar el contenido de sus publicaciones.

Pero el propósito real era eliminar controles de verificación y moderación establecidos en las redes para el discurso de odio y las más salvajes teorías conspirativas, que ahora pueden circular sin límites de ningún tipo.

La arremetida continuó el 21 de enero, cuando el presidente llamó “sesgado y horrible” al periodista de NBC Peter Alexander. Entre ese día y el 25 de abril, cuando la fiscal general Pam Bondi eliminó las protecciones a la prensa establecidas por Biden, hubo al menos 15 ataques directos a la prensa, de acuerdo con el Comité de Protección de Periodistas.

Estos ataques incluyen la prohibición de entrada al reportero de la agencia Associated Press a la Casa Blanca, la investigación de la Comisión Federal de Comunicaciones contra la radio y la televisión públicas, NPR y PBS; el corte de fondos para estos medios y el cese de operaciones de la Voz de América y Radio Libre. Esto sin contar los reiterados insultos de Trump, funcionarios de su gobierno y legisladores MAGA contra periodistas y medios.

Los tres meses siguientes no han sido mejores. Trump demandó a las televisoras ABC y CBS, logrando doblegarlas y extraer de ellas pagos millonarios. El presidente celebró el despido del comediante Steve Colbert y el cierre de su show nocturno. “Me encanta que Colbert haya sido despedido. Su talento es aún menor que su rating”, trinó Trump en su red social Truth, dejando colgada una amenaza contra otro anfitrión de la televisión nocturna: “Oigo que Jimmy Kimmel es el próximo”.

El precedente de este caso es la extorsión de Trump a Paramount, la propietaria de CBS, cuya fusión corporativa con el estudio Skydance fue aprobada solo días después del despido de Colbert.

El 19 de julio, Trump demandó al medio conservador The Wall Street Journal, alegando la publicación de una falsa tarjeta de cumpleaños datada en 2003 para felicitar al financista pedófilo Jeffrey Epstein.

El 1 de agosto, la Corporación de Medios Públicos (CPB, por sus siglas en inglés) anunció que cesará operaciones tras el recorte de 1.100 millones de dólares del Gobierno de Trump, para quien PBS y NPR hacían una cobertura con sesgos liberales. Este cierre es la guinda del pastel en la embestida de Trump contra los medios y pone de relieve un aspecto siniestro de su vendetta: no solo persigue a sus críticos, sino que va contra la idea misma de lo público.

En un tono propio de El Padrino, Trump ha amenazado a las demás cadenas televisivas y radiales con revocar sus licencias operativas si cuestionan la línea oficial.

Los medios son, sin embargo, solo uno de los frentes que el gobierno busca acallar. Su objetivo es controlar el debate público con el pretexto de que ha caído en manos de élites liberales hostiles a los valores del movimiento MAGA. Eso ha implicado el despliegue del Ejecutivo contra las principales universidades del país.

Columbia ya aceptó el pacto fáustico de Trump al permitir la incorporación de “monitores” —mejor llamarlos censores— que vigilarán que las materias no tengan tintes multiculturales ni prediquen ideas antiamericanas o críticas de Israel. Es un arreglo humillante que socava la libertad de cátedra.

Harvard le ha plantado cara al presidente, pero ha sufrido recortes drásticos que ponen en peligro su liderazgo en investigación científica y medicina. Y se rumora que busca llegar a un arreglo con la Administración.

Los think tanks que reciben fondos públicos también están en jaque, mientras las agencias de ayuda internacional del propio gobierno, como USAID, han sido suspendidas. El ataque se extiende a los bufetes de abogados y a organismos internacionales como la Organización de Naciones Unidas. El reciente retiro de Estados Unidos de la UNESCO es otro ejemplo del atrincheramiento MAGA.

Nada de esto es solo un capricho de Trump. Forma parte de un plan de la ultraderecha puesto en marcha desde fines de los años ochenta. De acuerdo con el Mandato para el liderazgo, la columna vertebral ideológica del Proyecto 2025, el control estatal es necesario para terminar con la “censura” federal a voces conservadoras y para proteger a la ciudadanía de la “manipulación ideológica disfrazada de periodismo, información científica o educación”.

En 1990, cuando Newt Gingrich elaboró el panfleto “Lenguaje como mecanismo clave de control” para describir a los demócratas como “traidores, antipatriotas, patéticos e hipócritas liberales”, no se podía calcular el efecto de largo plazo de esta retórica política hecha de rabia, descrédito y difamación.

Hoy se sabe que ha destruido el diálogo político y hecho añicos el respeto por el adversario que facilitaba el funcionamiento de las instituciones de gobierno, en particular el Congreso, más allá de los colores partidistas. Tampoco se veía con claridad el propósito último detrás de la supuesta defensa de la familia, la tradición, el trabajo e incluso el orden natural de la biología que invoca la ultraderecha.

Hoy se ve con claridad que el propósito es desmantelar los mecanismos de la democracia para establecer la hegemonía de un grupo de poder variopinto, pero sobre todo compuesto por multimillonarios xenófobos, antiinmigrantes y supremacistas blancos, alineado en torno a una racionalidad retrógrada.

La libertad de información no garantiza una sociedad más racional, pero sí una más plural, donde distintas visiones pueden confrontarse con datos a la vista. Eso es justo lo opuesto a un régimen autoritario y vertical, donde la diferencia se castiga y la disidencia se silencia.

Fidel Castro lo dijo sin rodeos en Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada, un célebre discurso de 1961: “Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro”.

Un amigo periodista lo trajo a colación hace unos días a propósito de todo lo que estamos viviendo. Lo recordé de nuevo el viernes, cuando Trump despidió a Erika McEntarfer, directora de la Oficina de Estadísticas Laborales, por publicar cifras de empleo débiles que contradecían su relato triunfalista sobre la economía.

No fue solo el despido de una funcionaria incómoda. Fue un ataque directo a la verdad y a la libertad como valores democráticos. Trump no solo quiere gobernar los hechos o imponer los suyos propios: quiere eliminar todo lo que los contradiga.

¿En qué se diferencia esa lógica del pensamiento único que rigió en la Unión Soviética, la Alemania nazi, la España franquista y sigue vigente en la Cuba postcastrista?

La ideología MAGA ya es una amenaza para la democracia y la libertad, pero muy pronto podría ser su negación explícita.