Causa asombro un poder que se presenta, con orgullo y gozo, en escenas de crueldad. Pensábamos que ya no, que no era ese el espectáculo que les correspondía a las sociedades contemporáneas. Pero lo es. Si un hecho violento despierta más interés, réplicas y likes; hay gobiernos que cifran su legitimidad en producir violencia, escenificarla y gloriarse en ella. Así el intendente de Mar del Plata o el alcalde de la ciudad de Buenos Aires, enfocan sus acciones contra las personas más despojadas, las que están sin techo, hacen recolecciones de residuos, revisan los desechos. Cunden los desalojos y se gritonean amenazantes multas y prisiones. Un aparato mediático los acompaña, agregando sal y pimienta para la indignación ciudadana: un desalojo a un comedor de una organización social y a una cooperativa de atención estética, sostenida por un colectivo transfeminista, son narrados por la televisión como el spa de un dirigente social. ¡Ohhh, las uñas de Grabois! No se sabe si denunciaban que era un spa para el disfrute del dirigente o que lo verdaderamente ominoso era que personas de la plebe asistían a hermosearse y las atendían otras no menos plebeyas que habían pasado por la cárcel.
Porque el show de la crueldad no se dirige sólo a festejar los palos y persecuciones, no sólo relumbra los miércoles frente al Congreso de la Nación cuando cada policía porta una jubilación mínima en gas pimienta para tirarles a los que reclaman el aumento de sus haberes. El show también requiere negar el derecho a la vida de quienes son colocados como objeto de sus ataques: la vulnerabilidad pasa a ser culpabilidad. La fragilidad de una situación –la discapacidad, la vejez, la pobreza, la falta de techo- no se considera como motivo de un cuidado mayor del entramado social, sino como atributo de un culpable, que no solo debe ser privado de ayuda sino también castigado por venir a recordarle al resto que no para todo el mundo existe primavera.
Durante la dictadura cívico-militar iniciada en 1976 se intentaron desalojos, muros que taparían villas, desapariciones forzadas y asesinatos para las militancias populares. En Tucumán el gobernador militar capturó a los mendigos y los tiró en otra provincia. Todo un poco a la vista y un poco a escondidas. Ahora, se trata de mostrar, de hacer ejercicio ostensible de la crueldad. De gritarla y festejarla. El salvadoreño Bukele y sus cárceles ominosas son el modelo tras el cual corren las derechas. No olvidemos que una candidata presidencial, hoy ministra, hizo campaña prometiendo la creación de una cárcel de extrema seguridad, que llevaría el nombre de Cristina Fernández de Kirchner. No construyeron aún la cárcel, pero la ex presidenta está en prisión y en ese cautiverio parecen cifrar todas las imposibilidades que tiene esta sociedad para mejorar sus condiciones. Como si una víctima propiciatoria en el altar de sacrificios permitiera la lluvia de dólares que harían posible un modelo sustentable. Pero no es así, la sequía verde arrecia y a medida que la frustración corroe los ánimos sociales, estos gobiernos alimentan las fauces de un oscuro deseo: que otros sufran, ya que todes lo pasamos mal.
Ninguna colectividad está exenta de ese hilo oscuro, de un cierto goce o de tranquilidad cuando son otres los que sufren, pero el neo fascismo hace de esa condición –a la que agita e insufla para que no se apague- un pilar de gobernabilidad. Declara culpables y anuncia castigos. Pero las culpas son las de la desdicha y la fragilidad. Es un intento de romper los entramados sociales, la convicción de una parte de la sociedad de que hay que socorrer a quienes necesitan y acompañar a quienes no pueden solos. Cada demostración de crueldad que llevan adelante, cada apología de sus actos miserables que despliegan en las redes, cada alusión presidencial a violaciones y muertes, es para mellar esas certezas, para poner en duda esas prácticas, para objetar la común pertenencia.
En su búsqueda de brutalizar los modos de vida, también hacen del lenguaje una consigna brutal. Gritan en redes: TMAP. ¿Se trata de una marca, de una pistola comprada a Israel? No: es una síntesis: Todo Marcha de Acuerdo al Plan. Podrían poner esa sigla al pie de cada escena de crueldad. ¿Una niña es gaseada, un jubilado arrastrado en el piso? TMAP ¿Una persona sin techo capturada, una cooperativa desalojada? TMAP ¿Un niño con cáncer no puede ser atendido, o una discapacitada se queda sin talleres? TMAP.
El plan es un experimento, como escribe Cecilia Abdo Ferez en su libro Libertad y cuerpo. Un experimento es algo que se realiza creando condiciones especiales para hacerlo. Lo contrario a una experiencia, que surge de las formas inesperadas en las que se lleva adelante la vida. Vinciane Despret, en ¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas?, diferencia entre el conocimiento que surge de la observación de distintas especies en sus entornos habituales –ese fondo del mar que cautivó a tantas personas en estos días- y el que proviene de condiciones experimentales. Porque la ciencia experimental que llegó a la conclusión de que las ratas se mataban en competencia por los recursos, lo hizo encerrándolas en jaulas y sin alimentos. No observándolas, por ejemplo, en esta ciudad que habitan con tanto desparpajo. TMAP es el slogan del experimento: están modificando las condiciones en las que se desarrolla la vida, sacando una serie de pliegues, instituciones, acuerdos, lenguajes, que hacen de nuestros entornos algo que no es una jaula.
El neofascismo tiene como utopía distópica un mundo carcelario. La jaula es lo que publicita Trump para alojar migrantes y aquí es lo que se promete como satisfacción para las masas que día a día ven caer sus posibilidades de mejores vidas. Menos pan y más circo, pero ese circo es el show de la crueldad. No sabemos aún cuál es el techo del declive autoritario del gobierno. Pero sí sabemos que día a día van deshojando los pétalos de la vida en común, que cotidianamente atacan tejidos e instituciones, degradan lenguajes, embrutecen al expandir como código legítimo el de la crueldad. Ese es su Plan (TMAP). Causa asombro y temor, porque no se trata de una reconversión económica sino de la interrupción sensible de la posibilidad de vivir juntes. Porque para vivir juntes, las otras personas no pueden ser objeto de erradicación, supresión o aniquilamiento. Cuando se produce ese trazo, la colectividad que queda del lado no suprimido es fascista.
El show de la crueldad como legitimación política y la construcción de un conjunto de personas como culpables –de su propia fragilidad, vulnerabilidad o agencia-, son tácticas fascistas. En el fondo apelan a ese ensueño de una comunidad pura, expurgada de sus partes indeseables. Se le llamen palestinos en Gaza, migrantes en Estados Unidos, sin techo en Argentina. TMAP es un grito de guerra fascista, no importa que no se pronuncie vistiendo camisas negras, sino que se enuncie en un streaming entre risotadas y malos títeres. No por evitar ese nombre, interrumpiremos el desatinado experimento. Más bien, poner en juego las palabras que merece, nos permitirá elaborar las estrategias de una resistencia que por ahora nos resulta incógnita pero que muchos grupos, personas, activismos están procurando, en defensa de la experiencia de seguir viviendo dentro de una sociedad querellante, conflictiva y desigual.