Las locas historias del hombre más mentiroso del mundo

Las locas historias del hombre más mentiroso del mundo


Una noche de 1898, los lectores británicos se agolpan en los quioscos para conseguir el último número de The Wide World Magazine. En él, un desconocido llamado Louis de Rougemont relata cómo sobrevivió durante 30 años entre tribus australianas. Allí había sido adorado como un dios mientras exploraba tierras vírgenes y cazaba cocodrilos. Uno de sus pasajes más memorables es la vez que cabalgó sobre una tortuga gigante a través de un arrecife de coral.

El relato tiene todo lo que un voraz lector de aventuras desearía: selvas, perlas, oro, animales imposibles y un protagonista indómito. Hasta entonces, nadie había oído hablar de Louis de Rougemont. Muy pronto, todos lo harían.

El viajero había nacido como Henri Louis Grin en 1847, en Gressy, un pequeño pueblo suizo. Criado en una familia modesta, a los 16 años decidió abandonar su hogar. A partir de entonces, su vida se convirtió en una larga errancia.

Fue valet de la actriz y escritora Fanny Kemble, mayordomo del gobernador de Australia Occidental, Sir William Robinson, y también sirviente de un banquero suizo. Pero aquellos trabajos, que podrían haberle dado cierta estabilidad, le duraban poco. Su destino empezaba a inclinarse hacia una forma de notoriedad mucho menos convencional.

Durante años sobrevivió como médico sin título, fotógrafo de espíritus e inventor. En Australia contrajo matrimonio, pero no tardó en abandonar a su esposa. Lo único que parecía dominar con auténtica maestría era el arte del disfraz. Hasta que, en 1898, dio un giro total. Con el seudónimo Louis de Rougemont, comenzó a publicar una serie de crónicas deslumbrantes, en las que contaba su vida como náufrago y explorador entre tribus perdidas.

Decía haber visto pequeños koalas voladores, haber presenciado la desaparición del célebre explorador Alfred Gibson y descubierto yacimientos de oro cuya localización no revelaba.

Un libro recogió los relatos fantásticos de Louis de Rougemont.

El loro cazador

A lo largo de varios números de The Wide World Magazine, Rougemont aseguró haber vivido con los aborígenes australianos. Afirmaba haber aprendido sus lenguas y costumbres, e incluso aseguraba que lo veneraban.

Decía haber visto pequeños koalas voladores, haber presenciado la desaparición del célebre explorador Alfred Gibson y descubierto yacimientos de oro cuya ubicación, según él, debía mantener en secreto por cláusulas contractuales con una empresa minera.

Entre sus historias más pintorescas estaba la del loro cazador: una cacatúa entrenada por él mismo para atraer aves con su canto melodioso. Bastaba una tonada aguda para que los pájaros acudieran, confiados, al alcance de sus flechas.

También aseguraba haber domesticado a un canguro y creado con él una suerte de zoológico improvisado. Sus descripciones de los rituales espirituales eran hipnóticas. Narraba ceremonias nocturnas donde mujeres ancianas, que él describía como brujas, se reunían en torno a fogatas para invocar a los espíritus de jefes muertos. En el humo danzaban siluetas humanas y el aire se impregnaba de un silencio reverente, apenas interrumpido por cánticos guturales y danzas frenéticas. Aseguraba haber presenciado esas visiones cada año, sin lograr jamás explicarlas del todo.

El público oscilaba entre el asombro y el escepticismo. Las cartas al director no cesaban: mientras algunos lectores se burlaban de su geografía imprecisa, otros lo acusaban de impostor por no poder ubicar en un mapa los lugares donde afirmaba haber vivido.

El pulpo gigante

La Royal Geographical Society llegó a convocarlo. Rougemont se presentó, pero no ofreció más que evasivas. Alegó contratos de confidencialidad. Se negó a hablar en las lenguas indígenas que decía conocer. Y, sin embargo, su fama no hacía más que crecer.

Una de sus narraciones más impactantes tuvo lugar en una inmersión en busca de perlas. Durante una expedición, uno de los buzos malayos avistó una sombra inquietante bajo el agua y, sin dudarlo, se lanzó al mar. Lo que sucedió después parecía una aventura sacada de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne.

Un pulpo gigantesco emergió, lanzó sus tentáculos y atrapó la embarcación, arrastrándola hacia las profundidades. El caos fue inmediato. Los compañeros, desesperados, lograron arrojar una red al mar. Apenas lograron arrancar al buzo de aquel abrazo viscoso. Salió a la superficie cubierto de marcas, con la respiración entrecortada. Lo revivieron sumergiéndolo en un baño tan caliente que le ampolló la piel.

La lluvia de peces

En otro de sus episodios más inolvidables, Rougemont relataba una jornada en el desierto australiano junto a su compañera Yamba. Una nube negra apareció en el horizonte. Lo celebraron como una señal de lluvia, pero lo que cayó del cielo fueron peces. Literalmente. Lluvia de peces vivos, como si alguien volcara un río desde las nubes. Cuando la tormenta cesó, los charcos se llenaron de peces agitándose. Según él, vivieron varios días de esa pesca milagrosa hasta que el sol evaporó el agua y dejó la llanura convertida en un lodazal pestilente. Aseguraba que para los nativos era un fenómeno conocido.

Otra historia lo situaba frente a una criatura casi mitológica. Una laguna infestada por un pez monstruoso, al que los lugareños temían porque consideraban un espíritu maligno. Pero Rougemont no se amedrentó. Ideó un plan: tejió redes con corteza de árbol, construyó una canoa rústica y entró en la laguna.

Apenas desplegó la trampa, el gran pez emergió con furia. Su hocico, afilado como una sierra, atravesó la embarcación de lado a lado. Tuvo que saltar al agua y nadar hasta la orilla. Vio al monstruo enredado en la red, dando coletazos que salpicaban toda la superficie. Había domado al espíritu más temido del lugar, ganándose así el respeto eterno de la tribu.

Louis de Rougemont fue una celebridad en su tiempo.Louis de Rougemont fue una celebridad en su tiempo.

En 1899, lanzó una gira por Sudáfrica con un show de music-hall titulado El mayor mentiroso del mundo.

La hora de la verdad

Pero todo mito arrastra su lado oscuro. En septiembre de 1898, el Daily Chronicle publicó la carta de un lector que aseguraba conocer a Louis de Rougemont: no era otro que Henri Louis Grin, un suizo que pasaba sus días en la Biblioteca Británica recopilando material para sus historias. Según este denunciante, Grin había trabajado como vendedor para su empresa.

Acusado de fraude, Grin intentó defenderse enviando una carta firmada con su nombre real. Alegaba estar consternado por ser confundido con Louis de Rougemont. Nadie le creyó, pero todos la leyeron al punto de que el escándalo duplicó las ventas. The Wide World Magazine aprovechó la polémica y lanzó una edición especial para Navidad. La mentira era puro espectáculo.

Grin no se dio por vencido. En 1899, lanzó una gira por Sudáfrica con un show de music-hall titulado El mayor mentiroso del mundo. Dos años después, intentó repetir el número en Australia, pero esta vez fue abucheado y obligado a abandonar el escenario.

En 1906, reapareció en Londres con una propuesta insólita: mostrar en vivo cómo se cabalgaba una tortuga. El público, fascinado, lo ovacionó. A esas alturas, la búsqueda de la verdad ya había quedado atrás. Durante la Primera Guerra Mundial, Grin hizo un último intento por recuperar notoriedad: presentó un sustituto de la carne que pronto fue desenmascarado como un fraude más.

Murió en la pobreza, en Londres, el 9 de junio de 1921. Tiempo después, The Wide World Magazine escribió sobre él: “La verdad es más extraña que la ficción, pero Rougemont es más extraño que ambas”.

Entre verdades dudosas, mentiras deslumbrantes y actos magnánimos, Louis de Rougemont consiguió lo que muy pocos logran: dejar huella y escapar al olvido.