La reciente opinión consultiva del Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) de Naciones Unidas sobre el derecho internacional climático marca un momento crucial para la acción global. Por primera vez, el más alto tribunal de la ONU ha afirmado que los Estados tienen la obligación legal de proteger el medio ambiente frente a las emisiones de gases de efecto invernadero y que el deber jurídico deriva tanto del derecho ambiental como de los tratados internacionales de derechos humanos. El mensaje es claro: no actuar frente al cambio climático ya no es solo una irresponsabilidad política o moral; es una violación del derecho internacional.
La decisión del tribunal ha sido adoptada por unanimidad, algo que apenas ha ocurrido cinco veces en los 80 años de historia de este organismo. Tampoco antes se había registrado un nivel de participación semejante en un procedimiento del Tribunal Internacional de Justicia, ni de su predecesor, el Tribunal Permanente de Justicia Internacional.
Este pronunciamiento es, por tanto, histórico y llega además en un momento decisivo. La emergencia climática se acelera y sus efectos son cada vez más evidentes: incendios devastadores, sequías prolongadas, olas de calor extremas, fuertes inundaciones y pérdida de biodiversidad. Todo ello amenaza vidas, economías y, por ende, la estabilidad global. Pero también crece la conciencia de que esta crisis no puede enfrentarse de forma aislada. En este contexto, el fallo del tribunal es claro: ningún país puede permitirse renunciar a sus obligaciones, pues sería un hecho internacionalmente ilícito.
El cambio climático no conoce fronteras, y por eso exige una respuesta que trascienda los intereses nacionales a corto plazo. Necesitamos un enfoque colaborativo, donde la solidaridad y la cooperación multilateral estén en el centro de la acción. Este esfuerzo global requiere compartir capacidades, transferir tecnología, movilizar financiación y, sobre todo, cumplir con los compromisos asumidos hace 10 años en París. Un acuerdo, el de París, que nació para ser el instrumento central del régimen climático internacional y que sigue siendo nuestra mejor herramienta para guiar la acción climática colectiva.
Pero para que esta cooperación resulte efectiva debe estar basada en reglas claras que den coherencia y estabilidad a los esfuerzos conjuntos. Aquí es donde el derecho internacional juega un papel fundamental. El marco legal internacional ofrece una estructura que protege a los más vulnerables, asegura la rendición de cuentas y refuerza la acción climática.
El fallo del TIJ reafirma que los compromisos internacionales existentes —como el Acuerdo de París— son jurídicamente vinculantes y que los Estados tienen la obligación de actuar con diligencia y buena fe para cumplirlos. Esto incluye el objetivo de limitar el calentamiento global a 1,5 °C, considerado por la ciencia como el umbral de seguridad para evitar daños catastróficos, pero también reducir la dependencia de los combustibles fósiles, principales responsables de las emisiones de gases de efecto invernadero.
El IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) ha dejado claro que existen tecnologías para alcanzar ese objetivo, marcando cuál debe ser la hoja de ruta global: el despliegue de energías renovables, la eficiencia energética, el hidrógeno verde, el almacenamiento, la movilidad y la agricultura sostenibles, así como medidas de adaptación basadas en ecosistemas.
Este nuevo respaldo jurídico a la acción climática no sustituye a la voluntad política, pero sí la refuerza y legitima. Sirve como recordatorio de que los compromisos internacionales no son declaraciones simbólicas, sino obligaciones reales que deben cumplirse, y ofrece a las comunidades afectadas por la crisis climática una base más sólida para exigir justicia. Porque un entorno limpio, saludable y sostenible no es un lujo: es un requisito previo para el ejercicio de derechos fundamentales como la salud, la alimentación, el acceso al agua o incluso la vida misma. Y, como recuerda el Tribunal Internacional, los Estados han suscrito numerosos tratados que los obligan a proteger estos derechos, también frente al cambio climático.
En última instancia, la emergencia climática nos enfrenta a una elección colectiva trascendental: cooperar o fracasar. El derecho internacional nos muestra el camino de la cooperación, de la equidad y de la responsabilidad compartida.
Celebro que en estos tiempos en los que la desinformación y el negacionismo tratan de laminar la confianza de la ciudadanía en la ciencia y en los principios fundamentales sobre los que se asientan nuestras sociedades, la defensa de los derechos humanos y la protección de nuestro planeta hayan ganado.
Un poderoso mensaje más necesario y urgente que nunca. Frente a quienes han optado por el no, es el momento de reafirmarnos en un sí rotundo. Un sí esperanzador a la ciencia, al multilateralismo y a la acción colectiva.