Iga Swiatek hizo historia en Wimbledon. Pero no sólo por haber ganado su primer título en el torneo más importante del mundo o por haberlo conseguido por 6-0 y 6-0 en apenas 57 minutos. La ex número 1 del mundo hizo historia además porque se convirtió en la primera polaca que se coronó en el All England después de que dos compatriotas llegaran a la final: Jadwiga Jedrzejowska en 1937 y Agnieszka Radwanska en 2012.
La carrera de Radwanska es bien conocida. Llegó al segundo lugar del ranking, logró 20 títulos en su carrera (entre ellos, el Masters de 2015) y alguna vez su compatriota Wojtek Fibak la comparó con Martina Hingis porque “es una jugadora que entiende la geometría de la cancha”. Pero aquí la invitación pasa por descubrir a Jedrzejowska, la primera tenista polaca de elite finalista de Roland Garros, Wimbledon y Forest Hills en la década del 30 (perdió con la chilena Anita Lizana, la británica Dorothy Round y la francesa Simonne Mathieu, respectivamente) y campeona de Queen’s, por ejemplo, en cuatro ediciones consecutivas entre 1936 y 1939. Sin embargo hay además una historia (otra historia) muy especial alrededor de esa tenista cuya carrera se cortó en el inicio de la Segunda Guerra Mundial porque, como buena parte de la población de su país, fue perseguida. Su status de gran campeona permitió que el gobierno sueco le ofreciera el asilo político pero ella decidió quedarse en Polonia y cuando el nazismo le brindó la posibilidad de volver a jugar representando a Alemania, rechazó la oferta. Y decidió alejarse de las grandes luces en silencio.
Al tenis, Jedrzejowska lo tenía escrito como su destino lógico desde muy chica. Los sonidos del deporte la acompañaron desde siempre ya que su casa estaba junto a las canchas de la Asociación Deportiva Académica de Cracovia. El hogar era pobre. Su padre y sus tres hermanos trabajaban como obreros en la planta de saneamiento de la ciudad. Y a los 8 años tuvo su primer “trabajo”. Curiosa, se metía en la canchas de tenis y les pasaba las pelotas a los jugadores a cambio de unas pocas monedas. Ahí tuvo por primera vez una raqueta en sus manos y cuando golpeó una pelota supo que su vida cambiaría. También lo supieron aquellos hombres que se admiraban con su potencia. Pasó el tiempo y a los 10 su padre le fabricó una raqueta de madera. Y con ella dormía.
Empezó a ganarles a todos sus amigos, hombres y mujeres. Hasta que alguien le sugirió a la propia Asociación Deportiva Académica que la aceptara como socia. Ya tenía 13 años y condiciones especiales. Sin embargo, enfrentó un primer boicot social: las mujeres no querían jugar con la hija de un obrero. Entonces comenzó a entrenarse con hombres. Y así pulió sus golpes y aumentó la fortaleza de sus impactos.
Recién era una adolescente y se convirtió en la mejor tenista polaca pero no pudo jugar para el equipo nacional porque no tenía vestido y las medias largas obligatorias. Finalmente el club le compró la ropa adecuada. Eso le permitió participar en el Campeonato de Polonia. Pero más problemas aparecieron. Como si no tuviera otras preocupaciones fue expulsada del colegio. Según las leyes, era ilegal ser miembro de un club deportivo y no estudiar. Le escribió una carta al Ministerio de Educación quejándose y, tras su intervención, fue readmitida y aprobó sus exámenes finales de la secundaria.
Pasó el tiempo, comenzó a viajar y los resultados en los torneos más importantes empezaron a repetirse. Como su apellido era impronunciable, alguien la llamó “Ja Ja”. Y ese apodo la acompañó para siempre. En 1937, en Wimbledon, perdió una final increíble cuando estaba 4-1 en el tercer set. “Sólo quería ir a mi habitación y esconderme debajo de las sábanas. No podía soportarlo, pero me calmé. Me dije que una polaca debía admitir la amargura de una derrota con dignidad. Así que me recompuse y salí de esa habitación con una sonrisa”, recordó alguna vez. Aquel partido la convirtió en una celebridad para sus compatriotas. Además de haberse convertido en la mejor deportista de su país, Jedrzejowska comenzó a promocionar dulces, sombreros y tapados de piel de reconocidas marcas de la época. La pobreza, a la que ella odiaba, había quedado atrás. Sin embargo rechazó una oferta de 25 mil dólares y una bonificación del 10 por ciento por partido ganado de parte de Bill Tilden para jugar por dinero porque, decía, “no quiero ser esclava de las canchas”.
Sus patrocinadores le pagaron un viaje a Estados Unidos en el lujoso transatlántico “Queen Mary”. Allí jugó poco por diferentes lesiones. Mientras miraba un partido se enojó con un desconocido de pelo canoso que criticaba a los gritos a los jugadores. Ella le dijo: “Usted no tiene idea de tenis”. Jedrzejowska, avergonzada, enseguida se dio cuenta que ese hombre era una de las personalidades más conocidas del mundo. Se disculpó y Charles Chaplin -de él se trataba- se le anticipó y le comentó: “Lo hice a propósito para que pudiéramos conversar. Fui yo quien se comportó como un imbécil”. Terminaron siendo muy amigos y mantuvieron correspondencia hasta la muerte del ícono del cine mudo, en 1977.
Cuando regresó a Polonia en 1939, la guerra acechaba. Comenzó una pesadilla y los deportistas polacos comenzaron a luchar por mantenerse unidos. Junto a Janusz Kusociński (campeón olímpico de 10 mil metros) y otros atletas empezó a reunirse en un bar de Varsovia que pertenecía al capitán del equipo de Copa Davis de su país y todos intentaron sobrevivir a las penurias de la guerra. Así se fundó la famosa taberna deportiva “Pod Kogutem”. Pero los alemanes se enteraron usando soldados nazis como espías en aquellas reuniones.
Pudo haber emigrado. Aunque siempre creyó que su lugar estaba en Polonia. Durante la ocupación trabajó en una fábrica de zapatos. Un día la Gestapo irrumpió en su departamento. Le ofrecieron irse a la neutral Suecia porque el rey Gustavo V, viejo compañero de tenis, intercedió ante las autoridades alemanas. Nada cambió su decisión de permanecer junto a los suyos.
Aquel departamento de Varsovia se incendió durante el levantamiento. Entre las ruinas, la tenista encontró su trofeo de finalista de Wimbledon. En 1946 se casó con el ingeniero Alfred Galert, a quien había conocido antes de la guerra en en la canchas de tenis de Chełmek, cerca de Cracovia. La pareja se instaló en Katowice. No tuvieron hijos.
Jędrzejowska, que a esa altura de su vida pesaba 20 kilos menos con respecto a sus años dorados, siguió jugando pero sólo lo hizo en su país hasta mediados de los 60 derrotando a adversarias que podían ser sus hijas (aunque fumaba compulsivamente y por las noches jugaba a las cartas y dormía muy poco). Siguió viviendo en un modesto y pequeño departamento y completaba sus ingresos trabajando como encargada de unas canchas de tenis. Un día abrieron una caja fuerte escondida en su viejo club y allí encontraron una medalla que le habían dado por ser finalista de Wimbledon y un brazalete con esmeraldas que le había regalado Gustavo V. Fue su última alegría con el tenis. Falleció en 1980 en Katowice y fue enterrada en el cementerio Rakowicki de Cracovia.
Alguna vez alguien le habrá contado la historia de Jedrzejowska a Swiatek. Y si Jedrzejowska aún viviera sabría del compromiso social de su compatriota, una de las primeras jugadoras del circuito que no dudó en apoyar desde el principio la causa ucraniana ante la invasión rusa. Los extremos siempre se unen. Siempre.