Enriqueta y la linterna de la memoria

Enriqueta y la linterna de la memoria

Se nos fue una superheroína. De esas que no usan capa ni tienen poderes mágicos, solo la potencia inconmensurable de la memoria y la convicción del reclamo justo. Se fue Enriqueta Maroni, una de las Madres de Plaza de Mayo y una de las propulsoras de la conversión de la ESMA en espacio de la promoción de la memoria y los derechos humanos.

Docente y madre de cuatro hijos, lo que para ella era permanente y cotidiano se terminó el 5 de abril de 1977. Ese día, sus hijos Juan Patricio y María Beatriz, junto a su yerno Carlos, fueron secuestrados. A partir de ese momento, todo se centró en la búsqueda de sus hijos, militantes políticos y sociales, a los que describía como simples seres humanos con tres cualidades: la solidaridad, el compromiso y la entrega. Como simples seres humanos que lo dieron todo y convirtieron a sus madres en guardianas de la memoria.

Los primeros años fueron difíciles, en plena dictadura. Enriqueta sabía que las Madres se reunían a las 15.30 en la Plaza de Mayo y caminaban alrededor de la pirámide. En el subte E, la sensación de temor se le clavaba como un puñal en el estómago. Sabía que la Plaza estaba invadida por la policía, el Ejército, los perros acechantes, las armas largas, los carros hidrantes. Aún así se subía al vagón y avanzaba. Con toda su fragilidad, con toda su potencia de pequeña, se decía: tenemos que salir a la calle, a inundar el espacio público. Aunque pensaba mil veces en volver, llegaba a la Plaza. Cuando se sumaba a la ronda, se tranquilizaba. Porque estaba junto a otras madres a las que les pasaba lo mismo y podía compartir con ellas.

Eran reprimidas, las llevaban a las comisarías, las retenían durante horas, les pedían los documentos. Frente a un dolor tan gigante, lo único que las podía mantener firmes era estar acompañadas. “La desaparición es un dolor inmenso. Pero ¿qué hacés? Tenés que transformarlo en algo. Y nosotras lo transformamos en lucha”, contaba.

En el Mundial de Fútbol de 1978 también venció el miedo. Estuvo en la Plaza con su pañuelo. Se plantó frente a las cámaras de la televisión holandesa para denunciar la represión. Con firmeza y contundencia, relató cómo el Ejército había allanado sus casas, destrozado sus pertenencias y robado todo cuanto tenían. Cómo habían desaparecido a sus hijos sin dejar rastros nunca más de ellos.

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Enriqueta fue una figura silenciosa, pero fundamental en el Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA). Dedicó años a transformar el centro clandestino de detención en un faro de recuerdo y esperanza. Desde su rol en el Directorio de Organismos de Derechos Humanos, que supo compartir con su nieta Paula, aportaba la palabra precisa que iluminaba el camino cuando muchos no lo veíamos. Algunas veces, se ponía el casco de protección para supervisar los avances de las obras. Seguía de cerca la construcción de la Casa Nuestros Hijos La Vida y la Esperanza, el proyecto de las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora que tenía como uno de sus pilares la Tecnicatura en Música Popular. En sus propias palabras, la transformación de la ESMA era un acto de vida. “Caminar por el predio es ver personas —la mayoría jóvenes— realizando distintas actividades, que no quieren olvidar la realidad de ese lugar”, escribió luego de una de esas visitas de obra.

Para ella, la memoria no se limitaba a un sitio histórico, sino que se enraizaba en las vidas de los detenidos-desaparecidos. Debían ser recordados como “seres vivos, que tenían proyectos personales, de vida y también colectivos”. Enriqueta creía que el recuerdo debía ser una fuerza creativa, no sólo una mirada al pasado. “Queremos una memoria no solo para recordar sino para crear”, afirmaba.

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Allá lejos, en la tormenta de la historia, Enriqueta y las Madres lo iluminaron todo con su linternita-pañuelo y nos dijeron: nuestros hijos no van a volver, pero nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos tienen que saber que no hay monstruos, que hay seres humanos que pueden llegar a hacer cosas siniestras. Pero se les puede ganar. Hay que pelear construyendo mayoría, democracia, comunidad. Siempre se lucha, nunca se abandona la búsqueda. Se puede volver a ganar. Sólo falta hacer cosas más lindas y más bellas y más liberadoras.

La tarea: liberar a las personas, desatar sus temores, para que se animen a ser más de lo que creen que pueden. Hay que romper el individualismo e impulsar a las personas a experimentar la alegría de estar con otros, de pensar con otros, de trabajar con otros. Porque cuando estamos solos nos llenamos de miedo, como Enriqueta, pequeña y frágil, en ese subte línea E que la lleva a Plaza de Mayo en 1977. Mira al tipo que tiene al lado y piensa que la puede boletear porque si le pasó a los hijos y al yerno, por qué no le puede pasar a ella. Pero hay algo que no la hace bajar, que la lleva hasta la plaza, aunque sienta el temor como un puñal en el estómago. Sale del subte y tiene como cien metros hasta el centro de la plaza. Tiene miedo. Pero sigue y llega para estar con otras. Es tanta la potencia de ese gesto –que se une con esos otros gestos, de las otras madres y abuelas–, que salta tiempos y distancias y nos llega hasta ahora, hasta este agosto de 2025, para alumbrarnos el camino hacia el futuro.