Criminales de por vida: los inmigrantes que cumplieron sus condenas y Trump quiere deportar | Inmigración en Estados Unidos

Criminales de por vida: los inmigrantes que cumplieron sus condenas y Trump quiere deportar | Inmigración en Estados Unidos


En la era del primer presidente convicto de Estados Unidos, a Yelenis Pérez le han vuelto a recordar el delito por el que fue condenada hace 28 años. La inmigrante cubana pensaba que ya había saldado su deuda con la justicia hacía rato, pero ante los agentes de inmigración Yelenis es, para siempre, una criminal. Por ello, el Gobierno de Donald Trump le ha dado hasta octubre para marcharse de Estados Unidos, como deportada, de vuelta al país del que se fue hace tres décadas. “Pensé que después de tanto tiempo no me iba a suceder nada”, cuenta.

Yelenis tenía una orden de deportación desde 2013, como la tienen muchos otros inmigrantes que aun así han permanecido en el país, puesto que, durante años, el Gobierno estadounidense ha priorizado expulsar a extranjeros que considere una amenaza para la seguridad nacional. Esa práctica, sin embargo, llegó a su fin con el regreso de Trump al poder. El republicano, obsesionado con deportar a un millón de personas en su primer año de mandato, asegura que está sacando del país a “lo peor de lo peor”, aunque las cifras demuestran que un porcentaje significativo de los deportados en los últimos seis meses no tenían antecedentes penales.

Algunos de los que sí los tenían, como Yelenis, cumplieron sus condenas hace años. Han rehecho sus vidas desde entonces. Tienen hijos, nietos, trabajos y les queda poco en los países de los que emigraron en busca de oportunidades, estabilidad. Después de creer que ya habían solucionado todos sus problemas ante la justicia, han vuelto a ser criminalizados y puestos en la lista de deportables.

La orden dada busca detener 3.000 migrantes diarios, pero se conoce que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha llenado las celdas de sus centros de detención con personas sin condenas, y muy pocos con delitos graves. Aunque el Departamento de Seguridad Nacional afirma que el 70% de las detenciones del ICE en lo que va de año han sido de personas con antecedentes penales, cifras obtenidas por el Proyecto de Datos sobre Deportaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad de California-Berkeley, ponen de manifiesto que en realidad el 45% de los detenidos tenía condenas o cargos penales pendientes. Los números revelan que un 58% de los detenidos había recibido en el pasado una orden de deportación por parte de un juez, pero, al igual que Yelenis, seguían en el país por no ser una amenaza para la sociedad.

Yelenis ya compró un boleto por casi 600 dólares que saldrá del aeropuerto internacional de Tampa, Florida, el 25 de octubre, y aterrizará horas después en el de la ciudad de Holguín. Lo hizo después de que el pasado 14 de julio, durante una cita rutinaria con inmigración, el oficial le mirara a los ojos a través del cristal de la casilla y le dijera que regresara en octubre. La inmigrante le respondió que sí, que en octubre de 2026 iba a volver, como siempre ha hecho, año tras año, a las citas que le corresponden. Pero el oficial la miró fijamente y le indicó que no estaba entendiendo: que en 90 días la mujer debía presentarte con el pasaporte listo y un pasaje con destino a Cuba.

“Se me cayó el mundo, no sabía si llorar, si reír, si estaba escuchando bien”, recuerda la cubana de 55 años. Yelenis balbuceó un par de preguntas más ante el oficial: si tenía que presentarse con su maleta lista porque ese mismo 14 de octubre debía partir, no vaya a ser que no le diera tiempo recoger sus kilitos, el dinero que tenía ahorrado tras su trabajo de 27 años como asistente de supervisor en la Universidad de Tampa. El oficial le dijo que no, que a partir de ese momento le darían dos semanas para abandonar Estados Unidos. “Salí de ahí que no veía, me aguanté de la pared, pensaba que me iba a caer”, cuenta por teléfono.

Afuera de las oficinas de inmigración de Tampa la esperaba su familia. Vieron que Yelenis se acercaba llorando y pensaron que era de felicidad, que regresaban a la rutina de siempre: ella levantándose a las siete de la mañana, regresando del trabajo sobre las seis de la tarde, cuidando a los nietos si es que su hijo y la nuera tenían que salir, enviando el dinerito mensual a sus padres en Cuba. Se abalanzaron a abrazarla.

“Empecé a dar gritos, les dije que me tenía que ir”, dice Yelenis. “De ahí para acá me cambió la vida por completo. Me levanto y lloro, me acuesto y lloro. Me despierto de madrugada y me pongo a mirar el techo hasta que amanece. Me digo, Dios mío, llegar a Cuba, no me lo imagino, qué será de mí. Yo llevo más años aquí de los que viví en mi país”.

El delito de Yelenis

Fue hace mucho tiempo. Su hija Diana, de 28 años, tenía tres meses cuando el FBI detuvo a los padres en la carretera. Habían salido a recoger cartas y fotos que la familia les había enviado desde Cuba, de donde se fueron como balseros en el año 1994. Pero los oficiales les hicieron regresar a la casa. Habían montado un operativo policial: “Parecía que habíamos matado a alguien. Yo no hago nada ilegal en este mundo, la gente que me conoce no se puede creer que me puedan deportar por algo que saben que yo no hice”.

Los oficiales encontraron en la lavandería de la casa la droga que, según cuenta Yelenis, tenía el hermano de su esposo, que vivía con ellos. Ella no sabía que eso estaba ahí, pero se los llevaron a todos detenidos. Luego salieron bajo fianza. Ella estuvo un año de probatoria para comprobar si consumía drogas, pero un día la persona que le hacía los exámenes le dijo: “Sería irrespetuoso si le sigo haciendo pruebas, ya yo sé que usted ni hace ni ha hecho drogas nunca”.

Para Yelenis empezó una travesía inacabable entre juzgados, abogados y leyes que sorteaba como podía. “No sabía lo que me estaba pasando”, recuerda. Aunque siempre negó que tuviera algo que ver con la venta de cocaína, asegura que el juez le dijo que se declarara culpable, que era la manera de arreglar su situación. “Ahí me hundieron”, afirma. Desde entonces carga con un delito de tráfico y venta de drogas.

Un primer abogado, que luego terminaría en la cárcel, le estafó mucho dinero prometiendo limpiar su historial y encaminarla hasta la obtención de su residencia permanente. Nunca fue posible. El caso quedó sellado y luego ella trató de buscar soluciones con otros letrados o criminalistas, pero todos concluían lo mismo: “Me decían que no se podía hacer nada porque el caso tenía un sello”.

Yelenis nunca perdió su trabajo en la Universidad de Tampa, donde es una de las empleadas más antiguas. Tuvo otro hijo, se divorció, volvió a casarse. Doce años después del incidente, quiso de nuevo quitarse de encima el pasado con el que arrastraba. Contrató a otro abogado que le recomendó aceptar la deportación como única vía para resolver el caso y poder tener en regla su permiso de trabajo. “Le dije: ‘bueno, si con tal de tener mi permiso de trabajo tengo que aceptar una deportación, pues démela”, cuenta. “Fue un error que cometí”. Nunca ha podido limpiar su historial.

El delito por el que fue culpada marcó a la familia. Su hija Diana creció traduciendo cada uno de los documentos migratorios de Yelenis. “Antes de aprender a leer en la escuela, aprendí a leer documentos de migración”, dice la joven. “Eso siempre fue un trauma. Sentía que tenía que hacerme independiente, por si un día me la llevaban, poder funcionar en la vida”.

Ese día no había llegado, hasta ahora. Cada año, Yelenis se ha reportado ante las oficinas de inmigración, donde le firman un papel, se lo devuelven y luego regresa a casa. Aunque ha vuelto a contratar un abogado que le asegura que tiene “un caso fuerte”, y que puede defenderlo, la familia teme que la madre suba a ese vuelo con destino a Cuba el 25 de octubre. “Ahora nada es igual”, dice su otro hijo, José Antonio. “Estamos con eso en la mente, el temor a que pueda ser la última vez que la veamos aquí en Estados Unidos”.

El precio eterno del inmigrante

El abogado de inmigración, Jonathan Shaw, tiene claro que hay un Estados Unidos para los ciudadanos y otro para los inmigrantes. “El proceso criminal en este país es un mundo diferente para un inmigrante”, afirma. Si un estadounidense comete algún tipo de delito, tiene la posibilidad de limpiar su historial delictivo. Pero, según el experto, “el récord siempre va a aparecer para los oficiales de inmigración; es algo que siempre llevan las personas, como un tatuaje. Para el inmigrante que es acusado de un delito, por más que pague el precio, todo va a ser diferente”.

Quizá el mejor ejemplo de ello sea el hecho de que el propio Trump fue declarado culpable en Nueva York de 34 delitos graves por falsificar registros comerciales en mayo de 2024. Meses después fue reelecto presidente.

Rafael Collado

Debido a esa realidad, Rafael Collado se encuentra hoy en la temida cárcel de Alligator Alcatraz, el mayor símbolo de la cruzada migratoria en Florida. El sistema no le perdona, por más que haya pasado el tiempo y vivido casi dos décadas tras las rejas. Sonia Bichara, su pareja, dice que su amor con Rafael ha sido un amor en detención. Lo fue en su juventud, y lo es ahora, que ella tiene 64 años, él 63, y estaban tranquilos, al fin, disfrutando el tiempo juntos después de tanto separados. “Fueron 17 años muy tristes”, asegura ella. Esa fue la condena que cumplió Rafael por el delito de asalto agravado en el año 2000.

Llevaban poco tiempo juntos, no llegaban al año de noviazgo. A Rafael le gusta bailar, así que se fueron a una discoteca de la noche miamense. Un hombre le tocó el trasero a Sonia y Rafael se interpuso. Después de una pelea, la pareja siguió un rato más en el club, pero sobre las tres de la madrugada, cuando decidieron irse, el hombre los esperó afuera y le cayó a tiros al auto. Lograron salir ilesos. Un mes después volvieron a encontrarse, pero esa vez fue Rafael quien disparó. Aunque no hubo víctimas en el incidente, cumplió 17 años de prisión, primero en Florida, luego en Georgia.

Hasta allá se mudó Sonia con sus cuatro hijas, a las que Rafael quería tanto. En 17 años de prisión hubo de todo: tiempos buenos, de mandarse cartas y visitarlo dos veces por semana, y tiempos peores, en que incluso estuvieron distanciados. “La relación fue dura, porque cuando tienes a alguien preso, es como si tú estuvieras presa también”.

Rafael salió de la cárcel en 2017 “por buena conducta”. No fue fácil regresar a vivir juntos, parecía que se habían vuelto a conocer por primera vez. “Cuando salió me puse nerviosa. Él también. Pero fuimos trabajando, nos queríamos. Fue duro, porque al estar todo ese tiempo encerrado, se levantaba por las noches sobresaltado, dormía con las manos cruzadas”. La cárcel le afectó los nervios, pero Rafael retomó su vida afuera: cada año pagaba su permiso de trabajo y hacía labores como jardinero. Hace casi tres meses se mudaron a Miami nuevamente, donde consiguieron una casa para personas con bajos recursos.

El pasado 7 de julio, Sonia, como hacía cada año, acompañó a Rafael a su cita en las oficinas de inmigración en Miramar. Estaban nerviosos. “Le dije que no fuera, por todo lo que estaba pasando, pero me dijo que no, que si hasta ahora lo estaba haciendo bien, lo iba a seguir haciendo así”.

Rafael entró a su cita. Pasó el tiempo. Sonia se preocupó, nadie le decía nada. Después de unas horas lo vio salir esposado, se miraron a los ojos y él le tiró un beso. Lo próximo fue una llamada de Rafael desde el centro de detención Alligator Alcatraz, donde apenas le dan sus pastillas para la depresión y donde hace unos días decidió que estaba cansado de vivir.

Sonia supo que se cortó las venas y lo llevaron a un centro médico de la prisión. Cuando pudo comunicarse con él, le dijo: “¿Pero por qué haces eso? Recuerda que estoy acá afuera. Ahí me respondió: ‘mami, estoy cansado, ya no puedo más”. Rafael llegó de Cuba a Estados Unidos con 18 años, en uno de los botes que salieron del puerto de El Mariel con miles de personas a bordo —las “escorias” de las que Fidel Castro quería limpiar la isla. Ahora el Gobierno de Trump pretende expulsarlo de igual manera. “Pero él dice que para Cuba no va, que de aquí hay que llevárselo muerto”, asegura Sonia.

También siente como si a Rafael “se la estuvieran cobrando otra vez”: “Él cumplió todo”.