El paso de las películas por las salas cada vez es más fugaz. También merecido. No tengo cifras, pero sí la sensación de que nunca se ha rodado tanto. No solo cine. También infinitas series. Y un exceso de documentales sobre sucesos y personajes peregrinos. Todo ello porque hay que alimentar sin descanso a las plataformas, al entretenimiento o a la fórmula para matar el tiempo (qué tenebroso resulta el enunciado de esa actividad) que adopta tanta gente al permanecer en sus casas. Consecuentemente hay que alimentar al lúdico monstruo a velocidad de vértigo. Da igual que casi todo sea clónico, repetitivo, regido mayoritariamente por fórmulas mediocres o infames. Que no falte en ningún momento la droga, aunque esté adulterada hasta límites cochambrosos.
Alguna plataforma alardea de que estrena todos los días una nueva película. Que no resiste en gran parte de los casos más de 10 minutos de atención. El verano también invita a la desidia total en la programación, aunque el público siga pagando y además tenga que soportar la publicidad. Conozco a espectadores con adicción que se lamentan del desolado páramo, que repiten: es que no hay nada nuevo que merezca la pena, y lo que me complace de lo antiguo ya lo he visto todo más de una vez.
Me tropiezo en esa estéril búsqueda con Deadwood. La película. Aquel wéstern salvaje y lírico fue una de mis series favoritas. Lástima que solo durara tres temporadas. Y empiezo a verla con precaución. No me olvido del desastre que supuso la adaptación al cine de Los Soprano, protagonizada por el hijo de James Gandolfini, que narraba sin pies ni cabeza la primera juventud de Tony Soprano. Sin embargo, Deadwood se puede ver, es digna. Los personajes han envejecido un montón, pero sobreviven tirando a bien el progreso de la civilización. Hasta el implacable y procaz chuloputas que urdía las maquinaciones más siniestras se está volviendo humano y sentimental cuando la cirrosis le anuncia que se le ha acabado el tiempo. Al Swearengen es uno de mis villanos favoritos.
Y recuerdo que en un tiempo reinó el esplendor en la hierba en las series que paría HBO. Había atrevimiento, originalidad, productores con instinto, guiones, personajes, una narrativa plagada de talento. Pero todo aquello se acabó. Y dudo que resucite. El negocio impone desde hace tiempo la nadería.