Luis Harss, el autor del libro que inauguró el boom latinoamericano, le preguntó a Gabriel García Márquez por el estado en que estaba su país, Colombia, en aquel 1965 en que la guerrilla y la maldad se juntaban para hacer allí imposible la vida. El gran periodista, y escritor, que es argentino y chileno, e hispanoamericano, contó en esa entrevista, que abrió las puertas a la mejor época de la escritura en el mundo de habla española, que Gabo le había dicho esta frase: “Nadie duerme bien en Macondo. Hay una atmósfera de desconfianza y recelo, violencia y hostilidad”.
Macondo era la metáfora mayor de Cien años de soledad y de todos los libros en los que Gabo habla de Aracataca, su pueblo natal, entonces un sitio donde él vio crecer el hielo y donde su abuelo le mostró los grandes árboles y las piedras prehistóricas.
En aquel momento en que se desarrollaba la entrevista, que está en el libro Los nuestros, publicado entonces, Colombia vivía la más terrible de las pandemias: la amenaza del asesinato y el asesinato mismo, organizado por el crimen y por el cinismo de los que mandan matar.
Leí ahora esa entrevista, que es flor y nata de las mejores metáforas del mejor periodista, y escritor, del siglo XX en esta lengua. Aquella rabia que Gabo mostraba para contar el momento en que vivía, y sigue viviendo, su país natal se juntó en mi memoria del presente con los otros desastres mundiales que hoy hacen este mundo tan difícil y tan inviable el sueño, desde Gaza a Ucrania. La maldad universal no conoce el sueño.
Y esto que parece lejano, como que ocurre en otro lugar, en el extranjero en que se desarrolla lo que no queremos que nos pase, pasa con el sueño al que he venido estos días: el sueño mexicano, este lugar al que acudí por primera vez cuando España era una dictadura y aquí se abrían las puertas para celebrar el sueño oscuro del exilio cuando ya se estaba acabando Franco.
En ese tiempo, 1973, se celebraba en Chapultepec un homenaje a aquel exilio para subrayar el pasado, y el presente, de un personaje que cantó aquí contra el franquismo que impidió la libertad durante decenios. Era el poeta León Felipe, zamorano, al que la diáspora tuvo como estandarte de la paz posible. En México acababa de pasar Tlatelolco, el sueño se hacía difícil entonces, por decirlo con la metáfora macondiana de Gabriel García Márquez, pero el país, este México, tenía salidas para los poetas, para la cultura y para su alegría. Era el tiempo de Chavela Vargas y de Juan Rulfo, una cantaba y el otro había escrito la gran metáfora de un país que era mucho más que una república: era la casa de América de todos los países, la paz dura pero posible.
Me fui con la idea de que ya no podía ser México otra vez Tlatelolco. Luego vine muchas veces, cuando el sueño seguía siendo posible; estuve, por ejemplo, cuando la cultura local se hizo internacional en Guadalajara, cuando se puso en marcha, con un éxito universal sin parangón en el mundo: la FIL. Por allí, por la tierra de Rulfo, pasó media humanidad, y así sigue siendo. Pero en un momento determinado se hizo la oscuridad.
Empezó a torcerse el himno a la alegría; el susurro de las noches y de los días generan ahora a diario la sensación real de las matanzas. Las pistolas son baratas, me dijo un amigo que explicaba la raíz del miedo. Una mujer le susurra por teléfono a quien no le podía ayudar que, junto a su casa, un poco más allá, había en ese momento una balacera de la que ella había huido para escapar de las muertes.
Al llegar a México estos días sentí que aquella sensación de maldad que Fernando del Paso denunciaba en la FIL cuando la matanza de los chicos de Ayotzinapa estaba otra vez, tantas veces otra vez, a la puerta de la desgracia. Esta frase, la puerta de la desgracia, con la que Albert Camus subrayó las metáforas de El extranjero, es ahora el bautismo de mal con el que se levanta México cada día, a juzgar por la abundancia terrible de la que dan cuenta las noticias y también los susurros.
Los culpables del desastre llevan, como en El Padrino, corbatas de pajarita, o similares, buscan en los grandes acontecimientos la raíz de lo que luego puede ser el desastre organizado al que se llama crimen.
He caminado estos días por la zona cero de la alegría, y me he encontrado risas y fiestas, niños y jóvenes que van y vienen de las escuelas, y he comprobado que también, en aquel país que vi por primera vez en Chapultepec, el porvenir se llama esperanza, pero la realidad, como en aquella metáfora de Gabo, es que ahora resulta difícil dormir en México.