Recuerdo mi libro de lectura de ¿cuarto o quinto? grado. Hablaba de Argentina y aseguraba que era un país de inmigrantes y que el 1 % de la población tenía raíz indígena. Curioso, no se discutía. Cuando crecí y tomé conciencia de nuestros rostros me di cuenta cómo se le quitaba carta de ciudadanía a parte de la población. No sé qué porcentaje de la población es indígena puro, que los hay, pero sí resulta claro que somos una nación mestiza en la que el ingrediente originario tiene un espacio vasto. Lo vemos en los colores de piel: blanco, muchas tonalidades de marrón y alguno un poco más oscuro al que se le intuye el ancestro africano. Y también ya, algunos asiáticos.
¿Cuánto perdemos por no reconocernos, por no darle entidad a otras formas de entender lo espiritual, el vínculo con la tierra? Les voy a contar una infidencia: lo contacté a Marcelo Quispe para escribir para esta sección porque conocía algunos de sus textos. Pero no sabía qué narraría para nosotros. Apenas me contó la historia de hoy, dudé. Muchas veces me han ofrecido vivencias que rayan lo sobrenatural y en general no he sido partidario de abrir el juego: a menudo -confieso- no sé dónde está el límite entre lo real y la fantasía, entre creerse algo a toda costa y lo verdaderamente cierto.
En este caso me pareció buena idea seguir adelante. Como dice su autor, en muchas culturas originarias la vida onírica tiene la impronta de lo fáctico. Si en ese marco crecieron -y creen- muchos argentinos, ¿por qué no dar lugar a que lo compartan, a qué se conozca? Quizás a alguno le parezca una historia no racional. Puede serlo, sí. Pero los invito a que pensemos en las religiones occidentales y verán cómo encontrarán en todas elementos mágicos. Que no los llamemos así porque desde chicos estamos acostumbrados a entenderlos como revelaciones divinas, puede ser. Pero no por eso sus verdades dejan de estar en el terreno de lo subjetivo, de lo imposible de probar. Por eso esta historia, porque hay otras Historias.